jueves, 9 de octubre de 2014

ÁRBOL Y MURO


   De entre las imágenes de la infancia rescato de vez en cuando la de dos árboles magníficos (creo que eran plátanos) que crecían junto a un muro en un jardín privado. El espacio entre la pared y los troncos era suficiente como para que un niño pudiera considerarlo su propia casa. Formaba esa breve distancia una cueva perfecta y una simbiosis armónica de cualidades táctiles: la suavidad contenida del tronco junto a la amargura arenosa de la cal blanca. Un poco más allá estaban los columpios pero los árboles fueron durante un tiempo el lugar ideal donde esconderse, un pequeño microcosmos de hormigas, resina y ramas.
   Y digo durante un tiempo porque los árboles, como nosotros, fueron creciendo e invadiendo el espacio que correspondía al muro. Cuando raices y troncos agrietaron la pared fueron cortados. Desaparecieron sin más, sin drama alguno, los niños, ya mayores, caímos un día en que ya no estaban. Supongo que ese día perdimos algo...
   Este verano de campo me dio de nuevo la ocasión de vivir con árboles y una tabla agrietada a base de mezclar resinas y materiales plásticos me permitió restituir la paz entre muro y árbol, es más, de ver surgir el mismo tronco de entre las grietas, como si éstas no fueran parte de la pared sino de la misma tierra horizontal y fértil. De reclamar silenciosamente el espacio de los árboles más allá de la tumba de sus muros.