lunes, 11 de enero de 2021

UN MONSTRUO EN EL PARAISO. LAS TINTAS DE FRANCIS MORELL







Ellos ya sabían leer en sus silencios

Julio Cortázar. Bestiario.




La realidad es imperfecta, contiene grietas testigos de injusticias cotidianas: chirriar de puertas y cancelas, muebles que envejecen, grifos que gotean… minimos intersicios que amenazan silenciosos la normalidad firmemente construida, terreno abonado a criaturas de una anatomía peculiar y exclusiva. Hablamos de los monstruos.



  Adentrarnos en a obra de Francis Morell es penetrar en el mundo de lo monstruoso, lo único, lo anatómicamente imperfecto, en criaturas de cuerpos gruesos, retorcidos, anclados suavemente a la tierra a través de pies o raices delicadas, fisonomías imposibles, criminales, rostros de expresiones invencibles y violentas que contemplan tranquilos y algo confusos el infinito, perfiles asentados en áridos paisajes como lobos esteparios, figuras que vuelan o miran de perfil y observan más allá del cuadro aquello que nunca quizás nos atrevamos a mirar. Observan los resquicios, las grietas, miran la dura norma que se escapa, se resquebraja, miran silenciosos, con cierta dosis de normalidad y asombro, miran la locura.



    Los monstruos simbolizan la ordenación sistemática de una determinada realidad a la que se pertenece o aspiramos a pertenecer, guarda esa disensión representada el terror al ostracismo al mismo tiempo que señala nuestra más íntima condición de lo gregario. Pero hay algo más: la norma en la que se busca encajar no es ni siquiera aquella de los hombres, esa nos condenaría a un exilio mínimo, el pánico se apodera de nosotros cuando faltamos a la ley natural, aquella que desde los primeros pensadores griegos atraviesa todo aquello que existe, que ordena elementos y cuerpos, otorgándoles como sentido un lugar natural al que aspirar. Frente a ella los códigos morales palidecen y provoca en aquellos que la incumplen una suerte de horror sujeto a la fascinación por aquello capaz de abominar las reglas. 



   El vértigo por lo innombrable se remonta a su propia etimología: el monstrum latino es “aquel que revela”, “aquel que muestra” como el terata griego un estado de desorden, una tendencia original a la entropía, la revelación de una creación no totalmente terminada. Como recuerda Michel Foucault el monstrum es una ventana a los márgenes, a lo proscrito, de quien se mueve en los límites sin poseer siquiera la posibilidad del nombre, de la consoladora categoría lingüística más allá de la fosa común de la palabra “monstruo” de la que tanto usó y abusó Linneo. 



   Y sin embargo el odio que provoca lo expulsado produce al mismo tiempo una fascinación irrebatible, una simbología deslumbrada traducida en los bestiarios medievales, en una imposible teratología de bestias inventadas y reales, de humanidades inviables y seres deformados que adquieren en épocas antiguas la cualidad de transmisores de los dioses, o del diablo en la edad media, o simplemente aberraciones hipnóticas de una naturaleza que no siempre garantizó el correcto ordenamiento de sus leyes, proscritos en los circos ambulantes de nuestros dos últimos siglos. Y sin embargo el monstruo no puede existir por sí mismo sino ante nuestros ojos, decidido ya de qué lado está este mundo, un cuerpo cultural que se yergue interpretado, insertado en los márgenes sociales. El monstrum es el espejo en el que se reflejan nuestras grietas, nuestros sueños de horror, el miedo atávico, ancestral a lo distinto que sin embargo aparece ante nosotros con el desprendimiento suave de lo extraño, la dulce indiferencia ante lo ajeno.



   Francis Morell hacen regresar los bestiarios medievales en sus tintas. Al igual que en ellos los animales de Morell aparecen de perfil, a veces en construcciones monumentales donde los cuerpos de unos aparecen sobre las distintas partes de los otros, multiplicando el absurdo de aquel organismo dibujado. Es dificil distinguir las figuras de Morell de la imagen de una Venecia en declive (aquella de Thomas Mann) donde es probable perderse tomando un camino equivocado. En eso Morell sigue la tradición de los flamencos que respetaron el amor por el detalle y dominaron como nadie el gusto del ojo por perderse en una tabla. Hablamos por supuesto de Brueghel y de El Bosco, sólo que Morell lo condensa en la figura, la pérdida en el monstrum, la ciudad, los caminos, las múltiples siluetas que seguimos y extraviamos, en un único cuerpo compuesto de fibras que adelgazan para arraigarse al suelo, en un único perfil que evita la mirada penetrante, hipnótica, de quien le otorga la otredad, de quien se encuentra al otro lado.



   Quizás por eso los personajes de Morell miran de costado, con la serenidad de quien es indiferente hacia uno mismo, con la seguridad de aquellos que marcharon sin posibilidad de regreso. Puede que por eso, desafiando la actual tendencia a las grandes superficies, los personajes de Morell se contengan paradójicamente en reducidos cuadros, no exentos de un aura medieval, pequeños diques a su brutalidad pictórica colgados en las paredes de las galerías y museos que lo albergan, que permanecen blancas, enormes, conteniendo en el centro ese punto de humanidad que abraza al monstrum en un paisaje desolado, desierto, inexistente incluso, breves ventanas donde dirigir la mirada más allá de nuestros márgenes. 



   En universo de Morell no da miedo pero inquieta, la expresión de la emoción humana en quien perdió tal condición fascina, su inocencia nos deslumbra: por ellos nunca fue abandonado el paraiso, viven ajenos a la culpa, al peso de las sombras, al insomnio de las noches. Papeles, pequeños libros con códices secretos, técnicas antiguas que arrastran las mismas inquietudes de otro tiempo, la turbación ancestral ante lo ajeno, lo extraño contenido en las tintas feroces de los rojos, los azules y los verdes anhelados en lo oscuro de otros siglos. Adentrarse en su obra significa remontarse muy adentro, zambullirse en el confuso inicio del genoma, en la primera vibración de nuestras células, el grito atávico de la noche inicial de nuestros tiempos. No dejará Morell indiferente a la memoria, rescatará de ella la antigüedad de los recelos, el temor primitivo ante lo ajeno, pero no para el espanto sino todo lo contrario. Las criaturas de Morell apuntarán una dirección con la mirada, un lugar que escapa al cuadro, un vedado paisaje para el hombre: es la entrada al Paraiso.