martes, 13 de junio de 2023

ACUARELA BOTÁNICA



Naturaleza líquida es un proyecto que pretende mostrar el dibujo, la acuarela y las técnicas del agua como vehículos apropiados para la investigación, persecución y el desvelamiento de la forma que configura ojetos naturales como flores, hojas, frutos... el proyecto no pretende abarcar el mayor número de especies o elementos posibles, tampoco cercar la flora natural de una determinada zona, su ambición es la observación, a la manera aristotélica, de aquella estructura que garantiza el orden y mantiene el azar en la medida justa para que el objeto pueda ser nombrado como tal. 

No todos los objetos se revelan, al menos en un primer momento, pero cuando lo hacen y la comprensión de su crecimiento y desarrollo aparecen,  la práctica de posibles variaciones con la acuarela, técnica que guarda una estrecha relación con el azar, se convierte en una fuente de profundización y aprendizaje. Amapolas, Hojas de higuera, membrilleros con hojas y frutos pintados del natural son una muestra de este estudio, pero también lo son ramas y hojas de Ceiba latinoamericanas fruto de viajes, o las hojas secas que se coleccionan tras los paseos en el atardecer de las ciudades.

Se ofrece aquí un esbozo de todo lo aprendido, una pequeña muestra de aquellas estructuras descubiertas por el agua, dominadas si se quiere, por el gesto del pintor.

Podéis encontrar fotografías y el proyecto desarrollado aquí:


,
















lunes, 11 de enero de 2021

UN MONSTRUO EN EL PARAISO. LAS TINTAS DE FRANCIS MORELL







Ellos ya sabían leer en sus silencios

Julio Cortázar. Bestiario.




La realidad es imperfecta, contiene grietas testigos de injusticias cotidianas: chirriar de puertas y cancelas, muebles que envejecen, grifos que gotean… minimos intersicios que amenazan silenciosos la normalidad firmemente construida, terreno abonado a criaturas de una anatomía peculiar y exclusiva. Hablamos de los monstruos.



  Adentrarnos en a obra de Francis Morell es penetrar en el mundo de lo monstruoso, lo único, lo anatómicamente imperfecto, en criaturas de cuerpos gruesos, retorcidos, anclados suavemente a la tierra a través de pies o raices delicadas, fisonomías imposibles, criminales, rostros de expresiones invencibles y violentas que contemplan tranquilos y algo confusos el infinito, perfiles asentados en áridos paisajes como lobos esteparios, figuras que vuelan o miran de perfil y observan más allá del cuadro aquello que nunca quizás nos atrevamos a mirar. Observan los resquicios, las grietas, miran la dura norma que se escapa, se resquebraja, miran silenciosos, con cierta dosis de normalidad y asombro, miran la locura.



    Los monstruos simbolizan la ordenación sistemática de una determinada realidad a la que se pertenece o aspiramos a pertenecer, guarda esa disensión representada el terror al ostracismo al mismo tiempo que señala nuestra más íntima condición de lo gregario. Pero hay algo más: la norma en la que se busca encajar no es ni siquiera aquella de los hombres, esa nos condenaría a un exilio mínimo, el pánico se apodera de nosotros cuando faltamos a la ley natural, aquella que desde los primeros pensadores griegos atraviesa todo aquello que existe, que ordena elementos y cuerpos, otorgándoles como sentido un lugar natural al que aspirar. Frente a ella los códigos morales palidecen y provoca en aquellos que la incumplen una suerte de horror sujeto a la fascinación por aquello capaz de abominar las reglas. 



   El vértigo por lo innombrable se remonta a su propia etimología: el monstrum latino es “aquel que revela”, “aquel que muestra” como el terata griego un estado de desorden, una tendencia original a la entropía, la revelación de una creación no totalmente terminada. Como recuerda Michel Foucault el monstrum es una ventana a los márgenes, a lo proscrito, de quien se mueve en los límites sin poseer siquiera la posibilidad del nombre, de la consoladora categoría lingüística más allá de la fosa común de la palabra “monstruo” de la que tanto usó y abusó Linneo. 



   Y sin embargo el odio que provoca lo expulsado produce al mismo tiempo una fascinación irrebatible, una simbología deslumbrada traducida en los bestiarios medievales, en una imposible teratología de bestias inventadas y reales, de humanidades inviables y seres deformados que adquieren en épocas antiguas la cualidad de transmisores de los dioses, o del diablo en la edad media, o simplemente aberraciones hipnóticas de una naturaleza que no siempre garantizó el correcto ordenamiento de sus leyes, proscritos en los circos ambulantes de nuestros dos últimos siglos. Y sin embargo el monstruo no puede existir por sí mismo sino ante nuestros ojos, decidido ya de qué lado está este mundo, un cuerpo cultural que se yergue interpretado, insertado en los márgenes sociales. El monstrum es el espejo en el que se reflejan nuestras grietas, nuestros sueños de horror, el miedo atávico, ancestral a lo distinto que sin embargo aparece ante nosotros con el desprendimiento suave de lo extraño, la dulce indiferencia ante lo ajeno.



   Francis Morell hacen regresar los bestiarios medievales en sus tintas. Al igual que en ellos los animales de Morell aparecen de perfil, a veces en construcciones monumentales donde los cuerpos de unos aparecen sobre las distintas partes de los otros, multiplicando el absurdo de aquel organismo dibujado. Es dificil distinguir las figuras de Morell de la imagen de una Venecia en declive (aquella de Thomas Mann) donde es probable perderse tomando un camino equivocado. En eso Morell sigue la tradición de los flamencos que respetaron el amor por el detalle y dominaron como nadie el gusto del ojo por perderse en una tabla. Hablamos por supuesto de Brueghel y de El Bosco, sólo que Morell lo condensa en la figura, la pérdida en el monstrum, la ciudad, los caminos, las múltiples siluetas que seguimos y extraviamos, en un único cuerpo compuesto de fibras que adelgazan para arraigarse al suelo, en un único perfil que evita la mirada penetrante, hipnótica, de quien le otorga la otredad, de quien se encuentra al otro lado.



   Quizás por eso los personajes de Morell miran de costado, con la serenidad de quien es indiferente hacia uno mismo, con la seguridad de aquellos que marcharon sin posibilidad de regreso. Puede que por eso, desafiando la actual tendencia a las grandes superficies, los personajes de Morell se contengan paradójicamente en reducidos cuadros, no exentos de un aura medieval, pequeños diques a su brutalidad pictórica colgados en las paredes de las galerías y museos que lo albergan, que permanecen blancas, enormes, conteniendo en el centro ese punto de humanidad que abraza al monstrum en un paisaje desolado, desierto, inexistente incluso, breves ventanas donde dirigir la mirada más allá de nuestros márgenes. 



   En universo de Morell no da miedo pero inquieta, la expresión de la emoción humana en quien perdió tal condición fascina, su inocencia nos deslumbra: por ellos nunca fue abandonado el paraiso, viven ajenos a la culpa, al peso de las sombras, al insomnio de las noches. Papeles, pequeños libros con códices secretos, técnicas antiguas que arrastran las mismas inquietudes de otro tiempo, la turbación ancestral ante lo ajeno, lo extraño contenido en las tintas feroces de los rojos, los azules y los verdes anhelados en lo oscuro de otros siglos. Adentrarse en su obra significa remontarse muy adentro, zambullirse en el confuso inicio del genoma, en la primera vibración de nuestras células, el grito atávico de la noche inicial de nuestros tiempos. No dejará Morell indiferente a la memoria, rescatará de ella la antigüedad de los recelos, el temor primitivo ante lo ajeno, pero no para el espanto sino todo lo contrario. Las criaturas de Morell apuntarán una dirección con la mirada, un lugar que escapa al cuadro, un vedado paisaje para el hombre: es la entrada al Paraiso.


domingo, 28 de abril de 2019

"Batman soc jo". José Juan Vidal Porres y la memoria de los peces

    

    Cuando el artista crea no lo hace con el ojo, ni tan siquiera con la mano, lo hace con el cuerpo entero y es en ese arrojarse al lienzo donde se remueve toda la dimensión irracional que constituye lo sensible. Aquello irracional que definiera (y menospreciara) la filosofía antigua fue llamado por el psicoanálisis  inconsciente y fue descrito como una orografía, como un paisaje formado por sedimentos de memoria  que revuelve y mueve el acto creativo. 
Es inequívoca la relación de Porres con el acto inconsciente. Es ineludible su conexión con el misterio que esconden los numerosos símbolos que aparecen en su obra, pero para comprenderlos debemos cincunvalar el terreno en el que el cuerpo se constituye en memoria, perforar el subconsciente estudiando sus capas  como si lanzáramos una piedra al interior de un pozo. Estructuraremos el terreno en tres niveles, pese a que uno de ellos no le pertenece: aquel donde se esconde lo terrible, el de las percepciones primigenias, donde el pintor se mueve, y el imconsciente colectivo. Veamos.
Freud siempre habló de lo terrible. Es cierto que allí donde se pierde la consciencia pueden guardarse recuerdos dolorosos, deseos reprimidos… Rilke escribía sabiamente que “la belleza es el límite de lo terrible que podemos soportar”, sin embargo no creo que sea el lugar en que Porres se encuentra a pesar de los gestos de algunos retratos como el suyos porpio que preside la exposición. Para explicar el sentido de su obra se nos hace necesario pasar a un segundo nivel, a una segunda instancia donde el inconsciente adquiere una bondad a la que no solemos estar acostumbrados, aquel nivel que los fenomenólogos (al menos algunos de elllos) llamaron el de “las percepciones primeras”, ese donde el niño, todavía sin lenguaje, extiende la mirada al paisaje que le rodea para amarlo sin remedio. Es un recurso evolutivo, queremos aquello que nos resulta familiar, podemos enamorarnos de un desierto, pero lo más importante de esa mirada primigenia es que penetra en un cuerpo todavía sin estructuras lingüísticas, sin conceptos ni categorías construidas socialmente, sin ningún “para qué”, sin ninguna definición que le empobrezca. Porres es aquí un privilegiado pues como él mismo nos cuenta tardó en hablar mucho tiempo, hasta los cuatro años se ralentizó el proceso y eso le convirtió en un ser privilegiado que pudo llegar hasta el final del pozo, que pudo profundizar en  el proceso perceptivo y llevarlo hasta el final, al nivel donde lo individual se pierde en favor de una intuición universal y se construye lo que Jung llamó “el inconsciente colectivo”, constituido por aquellos símbolos cuyo significado conecta con las raices más elementales de lo humano (el nacimiento, la vida, la muerte…) y que aparece en distintas manifestaciones culturales y, por supuesto, en la obra de Porres…


       Es por eso que aparece el pez, vestigio de vida. Anaximandro en el siglo IV a.C., en una hermosa cosmogonía nos hablaba de este animal como la primera forma de vida surgida del barro y de la que evolucionaría todas las demás, incluido el hombre. En muchas obras de Porres hay figuras humanas paralizadas en distintos gestos rodeadas de aire, de un vacío blanco. El aire tan familiar que las rodea nos permite presentir cual será el siguiente movimiento, pero es así que el pez aparece, y cruza el cuadro alterando nuestra percepción, densificando el movimiento hasta ralentizarlo y convertirlo en una cualidad acuosa que detiene  el gesto otorgándole una incertidumbre que dicha contradicción de los sentidos no es capaz de resolver. Porque lo esencial en Porres es eso: antítesis y arquetipo. Arquetipos son el agua tan constante en aquellos cuadros donde las figuras se deshacen y también los ángeles profundamente humanizados, tan humildes, que aparecen en otras exposiciones. Antítesis por la fidelidad que el artista muestra a los sentidos, que a diferencia de la razón nos muestra un mundo lleno de contrasentidos y matices (ya lo afirmaba Heráclito) que se intuyen en cada uno de sus cuadros donde  la violencia de los gestos que no deja de guardar ternura (el mismo cartel de la exposición contrapone la dureza del superhéroe a la sensibilidad de la exposición que anuncia) y que no deja de mostrarnos la fidelidad atávica, antigua y primigenia al sentido de la tierra.

   Mari Paz Pellín




lunes, 28 de mayo de 2018

La catedral y lo femenino



Catedral. Temple sobre tela. 150 x 150 cm

La obra Catedral representa una exigencia de recuperación del ámbito espiritual de lo femenino. La feminidad es potencia, vida, capacidad de creación y gestación, sin embargo, pese a esta realidad inexcusable, ninguna religión conocida (salvo las panteistas) contempla la posibilidad de tener en su panteón una diosa creadora. Dios es siempre padre y la madre, en su mayor parte carente de sexualidad, es un personaje secundario e impotente.

Dios habita en sus catedrales, en sus propios edificios.
La arquitectura en general es un ámbito tradicionalmente patriarcal, de hecho, “archos” se puede traducir como “el que manda” y “tecnhos” como “obreros”: el que gobierna, el que detenta el poder a través de los conocimientos (teóricos). La catedral en particular pretende trascender su propia materia ofreciéndola a un Dios cada vez más etéreo. Un Dios que se atribuye el poder de creación. Rompiendo simbólicamente con su significado, esta arquitectura se repliega sobre sí misma en su propio espejo creando un espacio redondo, íntimo, eliminando las relaciones “arriba”, “abajo” propias de cualquier forma de dominación patriarcal. Un útero de tierra, un vientre femenino excavado en la rigidez de la piedra reclama el espacio robado en una iglesia: reclama el derecho a su propia sexualidad primigenia y exige a Dios que le devuelva su propia capacidad de creación.



sábado, 12 de mayo de 2018

Omar o la imposibilidad del sentido










Omar Arráez expone en Diputación de Alicante. Necesitaremos entrar en el imponente edificio, perdernos pasillos y escaleras hasta encontrar la sala para comprender la naturaleza de la obra presentada. Más allá de los enormes cuadros que se presentan directos, sin protección ninguna y sin adorno, entenderemos que no estamos ante el conjunto de sus últimos trabajos, sino ante la construcción de un universo propio.


Sin nombres ni definiciones la obra deja traslucir el desafío histórico que el hombre ha llevado contra la materia. Apolo contra Dionisos, materia imparable, deforme y amorfa domesticada por la forma racional que el hombre impone desde otro orden, o desde su único orden. Sólo que en aquella sala ya no hay guerra ni tampoco claudicación. Sólo una suspensión del juicio donde el artista inagura una nueva lucidez. Ya no intenta someter  la materia, sólo la acaricia, la amansa en un diálogo… No estamos hablando de rendiciones sino de un momento detenido, del instante en que el pintor-demiurgo adquiere en su tarea el sentido de la tierra, y como Nietzsche reclamara que acercarse a los sentidos, labrar la tierra, amasar la pulpa del papel, sentir su tacto y conocer su nuevo orden (su vieja trama) no es más que comprender el rumor de un mundo que se presenta desnudo, tal como sus cuadros ante espectador.

    Desde los retratos de ancianos convertidos en paisajes  llenos de surcos y rincones, pasando por los cuadros que aparecen o agonizan con la luz hasta aquellos que buscan la pauta con la que se construyen plumas, peces y deseos, todos están hechos del tiempo y del silencio con los que el pintor buscó escuchar el mundo.

Y es así que el pintor también dialoga con los visitantes. Alguien preguntó el por qué de la obra, insistió sobre el sentido… pero el sentido de una obra que ha comprendido el mundo es imposible. Nuestra parte racional busca el concepto, la definición y el dominio de un proceso que está fabricado con un flujo imparable de tiempo, materia, luz, nacimientos y muerte. Definir implica detener, diseccionar y por consiguiente matar un continuo vaivén de las cosas, el panta rhei (todo fluye) que el sabio Heráclito vaticinara. Nietzsche habló de la tarea del nuevo hombre como la aceptación del sin sentido, del silencio de un mundo que apenas conocemos los símbolos. La palabra que busca encerrar en significados la voz del mundo, el tiempo, la vida, condena a la expresión a un sin sentido. La obra que se considera  ella misma acabada es una obra vacía.

    Omar consigue pues atrapar la vida en una trama que quizás no acabe. Es por eso que cuando vayan a visitar la exposición de Omar, es necesario llevar consigo un necesario poso de silencio, suspender momentáneamente la razón y escuchar a través de la desnudez de las obras, el lenguaje del mundo.

lunes, 30 de abril de 2018

Sentido del Círculo




   Foucault definió nuestra época como la del biopoder, donde desde el nacimiento, todas las funciones vitales se encuentran estudiadas y altamente controladas por las ciencias biomédicas, todas salvo un hecho que por inopinado y accidental se puede establecer como límite del control: la muerte. La muerte se establece como frontera del control médico y se convierte en un trámite hospitalario más, convirtiéndose en un acto aséptico y rutinario, una muerte innominada y en serie de la que sólo se habla a través de cifras estadísticas, lo que contrasta con el “cuidado” y la solemnidad con la que dotamos de sentido al nacimiento. La muerte incontrolable, fortuita en muchos casos, que no hace si no manifestar los límites del dominio es olvidada y relegada al interior de los hospitales, donde es tratada con asepsia a través de horarios controlados, alejada de la vida cotidiana y escondida en tanatorios, silenciada en las conversaciones privadas. Una de las pruebas más feacientes es la mezquina realidad a la que se somente al suicidio que no deja más que humillación, trámites sórdidos y marcas descorazonadoras en los familiares: policía, autopsias, jueces, silencios...

    Más allá de esta consideración, gran parte de la filosofía ha considerado la muerte como aquello que dota de unidad y da identidad concreta a un montón de momentos desperdigados, dando un sentido propio acto de la la existencia. Heidegger define al hombre como un ser para la muerte. El poeta Rilke habla de la muerte propia, individual e intransferible, que duerme agazapada dentro de cada uno de nosotros y que se manifiesta semejante a la vida que se ha vivido. En este sentido es interesante retomar a Hegel de La fenomenología del espíritu y de la analogía del botón que muere para dar paso a la flor, y la flor para dar lugar al fruto, nos muestra el elemento dialéctico y transformador, esencial para la producción de nuevas formas de existencia que arrastran o esconden al mismo tiempo las antiguas, dando lugar en el sentido dialéctico a una nueva síntesis. 

    Buscando la expresión artística de este mismo concepto aparecen los Círculos de piedra que retoman la reflexión de la muerte propia mostrando dicha síntesis a través de una geometría que se pliega sobre sí misma creando una doble dimensión, un exterior que se adentra en un interior formado de la misma materia que la sostiene fuera, un interior vacío, como un espejo sin imagen que reflejara el último drama, el instante único e irreversible que la muerte representa sólo para mí.

    Los círculos nacen de la necesidad de dotar de lenguaje a una experiencia personal e íntima, de la convivencia diaria durante años con la figura del suicida encarnada en alguien muy cercano y con la consumación de una muerte que aunque elegida no dejó nunca de mostrarse alienada y separada de la vida que acabó de una manera trágica y significativamente silenciada. Los Circulos de piedra se presentan en sus cajas de madera, flotando dentro de una profundidad ensombrecida, reclamando reflexión y dignidad. Pudiera ser que las cajas en las que se encuentran, inherentes ya a la obra, convertidas en el mismo contenido, estuvieran cerradas como cualquier otra enmarcación, pero lejos de eso, se presentan como cajas de juguetes que pueden ser abiertas, invitándonos a mirar en su interior, a rumiar sobre los límites de la vida para que formen parte de nuestra propia existencia.