sábado, 24 de septiembre de 2016

De las bibliotecas volantes







Las bibliotecas siempre fueron espacios intranquilos, con la violencia latente de una explosión contenida. No son reductos del saber ni lugares de paz porque el pasado que aguarda en sus volúmenes, disecado y ronco, está siempre preparado para saltar sobre los ojos de cualquiera en cuanto las páginas se abren con el fin de rehidratarse, de nutrirse de aquel que siendo vivo lee desde lejos la memoria de los muertos. Sobre las bibliotecas siempre hay otro espacio, un lugar invisible de voces estampadas en negro sobre blanco, esperando quietas a existir en un lector, dueñas de una profundidad insoslayable y nunca reconocida que se asienta en la imaginación y en los estómagos de quienes se aventuran a leer porque quizás no sepan o no quieran intentar otra manera de vivir.

   Por eso las bibliotecas vuelan...

El movimiento empieza de forma repentina: una hoja arrancada empieza a caer suavemente desde arriba, marcando un ritmo acompasado que señala el momento previo a la explosión. A veces, la biblioteca estalla y el instante se detiene con la misma paz que encontramos cuando todavía el desastre no estaba presentido.


Vuelan porque en ellas se esconde una secreta llamada a la batalla. Porque el conocimiento que las bibliotecas prometen no fue nunca un área de reposo ni una tarea dulcificada, pues el saber se convierte en la tarea más íntima y silenciosa que en el hombre existe, más profunda y solitaria. Un diálogo con aquello que no está, con lo imaginado y sus señales, que convierten la tarea de la lectura en un acto religioso, como las iglesias rotas y caóticas en las que se depositan, formando parte de un altar o de una ceremonia, los libros.